En menos de 30 años, 7 de cada 10 personas vivirán en unas ciudades que habrán duplicado su población. Debido a este crecimiento exponencial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) prevé que en 2050 habrá 6.300 millones de personas viviendo en ciudades, del total de la población mundial que ascenderá a 9.000 millones de habitantes.
Más del 80% de la riqueza mundial se genera en las ciudades, que son además de motor económico, la principal fuente de contaminación y emisiones de CO2. Aunque muchas personas sueñen e incluso hayan optado por volver al campo y a los entornos rurales, lo cierto es que el futuro de la humanidad es urbano.
Por eso, el gran reto que tenemos entre manos es diseñar cómo queremos que sean las ciudades en las que viviremos nosotros y las generaciones futuras, dando respuesta a los importantes problemas que plantea la concentración de un gran número de personas. Obviamente debemos abordar el abastecimiento energético, la gestión de los residuos, las emisiones contaminantes, el suministro de agua, la movilidad y ordenamiento del tráfico y la provisión de bienes y servicios.
Pero eso no es suficiente. Necesitamos plantear un modelo urbano mucho más ambicioso, más allá de la eficiencia y automatización de sus dinámicas. Un paradigma de ciudad más poderoso, que tenga como prioridad la salud, bienestar y seguridad de los ciudadanos, especialmente de aquellos colectivos más vulnerables como ancianos, niños y personas con movilidad reducida. Es lo que llamamos Healthy Smart City.
Se trata de ir un paso más allá de los objetivos de la Smart City centrados en el desarrollo sostenible y una mejor gestión de los recursos con la aplicación de las Tecnologías de la Información, la Comunicación (TIC) y el Big Data.
Dotar a las ciudades de sensores para optimizar el gasto eléctrico o monitorizar la recogida de residuos es muy útil y necesario y está en línea con el compromiso medioambiental de las ciudades recogido en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Muchas son las ciudades que en las últimas décadas han avanzado en este sentido. Algunos de los ejemplos más llamativos están en Asia, según recoge el Smart City Index de 2022.
Shanghai, por ejemplo, cuenta con una plataforma de datos donde los ciudadanos pueden encontrar más de 1.200 servicios ofrecidos por la ciudad. Seúl dispone de robots patrulla que velan por la seguridad de los niños. En Pekín, puedes pagar y acceder a prácticamente todo mediante tu teléfono móvil.
En Europa, fueron pioneras Ámsterdam, y en España, Santander, Tarragona o Málaga. Cada vez son más las ciudades “inteligentes” que han duplicado su inversión en tecnología con el objetivo de reducir costes y mejorar en eficiencia energética y servicios a los ciudadanos.
Pero, ¿Es suficiente? ¿Qué están haciendo las Smart Cities por la salud física, mental y social de las personas? ¿Qué papel tienen en ellas la arquitectura saludable y la neuroarquitectura que se ocupan de estos aspectos?
Durante los últimos años el debate se ha centrado en la tecnología y la eficiencia, y ha pasado de puntillas sobre aspectos tan vitales como la salud, la inclusión o la igualdad social. Y eso a pesar de la reciente y traumática experiencia de una pandemia que puso en jaque al mundo, paralizó nuestras ciudades y economías, causó millones de muertes y daños a nivel mental y social difíciles de cuantificar.
En 2020 fuimos conscientes de que nuestra sociedad, el sistema de producción y protección que habíamos diseñado, se podía desmoronar como un castillo de naipes si no poníamos el foco en la salud de las personas. Ahora sabemos que no sirve de nada una gestión sostenible de los recursos si los espacios construidos en los que vivimos y trabajamos no nos protegen.
Las Healthy Smart Cities nos ofrecen la oportunidad de mejorar la vida de la mayor parte de la población del planeta. No se trata únicamente de impulsar el crecimiento económico del mundo, pensando en tecnología, sostenibilidad e impacto en el medio ambiente. Es una visión integrada, mucho más ambiciosa, basada en el bienestar de los ciudadanos, en sus distintas etapas vitales y circunstancias.
Un ejemplo de esta visión humanista y saludable que promovemos desde el Observatorio de Arquitectura Saludable podría ser en España la ciudad de Pontevedra, a la que uno de los periódicos económicos más importantes del mundo, el Financial Times, puso como ejemplo en 2020 de ciudad saludable para vivir, junto a otras cinco en el mundo. En ese reportaje se destaca la recuperación de espacios públicos para los ciudadanos y el consiguiente impacto en su comportamiento, salud y bienestar. Efectivamente ese es uno de los grandes logros de la ciudad gallega: haber reconquistado para las personas el espacio perdido en beneficio del automóvil. Pensemos que los coches ocupan aproximadamente un 70% de los espacios urbanos (entre calzadas y aparcamientos).
Con las peatonalizaciones, aparcamientos disuasorios y el transporte público, Pontevedra invita a los ciudadanos a salir a la calle, pasear y relacionarse, crea un entorno amable con niños, personas mayores o con dificultades motoras y apoya al comercio de proximidad. Este modelo de ciudad ha rebajado los niveles de contaminación atmosférica y acústica; mejorado la calidad del aire y la movilidad; incrementado la actividad económica y el sentimiento de orgullo y pertenencia de sus habitantes. Es además un magnífico ejemplo de cómo el urbanismo puede generar buenos hábitos.
Tanto los edificios como el entorno urbano son determinantes en nuestra salud y ya he apuntado algunos de los factores más importantes. El primero de ellos es la calidad del aire. En países subdesarrollados o en vías de desarrollo, el 98% de las ciudades no tiene niveles seguros mientras que en los países avanzados el porcentaje desciende al 56%.
Son muchos los estudios que constatan los efectos perjudiciales que tiene en nuestra salud la contaminación del aire, y en particular la procedente del tráfico y de las calderas de combustión. Causa enfermedades respiratorias, cáncer de pulmón e ictus, entre otras, y afecta también negativamente a nuestra capacidad cognitiva, rendimiento y bienestar. Por lo tanto, mejorar la calidad del aire en las ciudades debe ser una prioridad para autoridades, arquitectos y urbanistas.
Otro de los retos de las Healthy Smart Cities es combatir el ruido, responsable de 12.000 muertes prematuras al año en Europa. En las ciudades encontramos numerosas fuentes de contaminación acústica como el tráfico, la actividad industrial, los establecimientos de ocio o los vecinos. No se trata de simples molestias. Estamos ante un problema de salud pública de primer nivel.
En Europa, una de cada 5 personas está expuesta a niveles de ruido por encima de los recomendados (55Db). Por ello, 22 millones de personas sufren estrés y 6,5 millones trastornos del sueño. Diabetes, hipertensión, enfermedades cardiovasculares, alteraciones del comportamiento o bajo rendimiento son otras de sus consecuencias.
La biofilia es otra de las claves. Ciudad y espacios verdes no pueden plantearse como antagonistas, sino todo lo contrario. La naturación debe cobrar mayor protagonismo en las urbes, acercando la naturaleza a los ciudadanos, con más árboles, zonas ajardinadas, parques, cubiertas verdes y láminas de agua.
La naturación tiene un efecto sanador para las personas porque mejora la calidad del aire, regula temperatura y humedad, embellece el entorno, mejora nuestra salud mental -puesto que contribuye a reducir el estrés y aporta una sensación de calma y bienestar- y favorece el rendimiento intelectual, la creatividad y la interacción social.
En las últimas décadas, el crecimiento de las ciudades, el uso de materiales inadecuados en las fachadas y pavimentos urbanos y la proliferación de equipos de refrigeración, han provocado lo que se conoce como el efecto “isla de calor” por el que las temperaturas de los núcleos urbanos pueden ser hasta 10 grados centígrados superiores a las de los alrededores.
El calor incrementa las enfermedades cardiovasculares y respiratorias, impide la concentración, eleva los accidentes laborales y la mortalidad. Por lo tanto, diseñar una ciudad que nos proteja de las temperaturas extremas, con un trazado favorable a los vientos dominantes, propiciando el sombreado, la evaporación a través de láminas de agua y espacios verdes, y poniendo en valor la conexión primitiva que tenemos los seres humanos con la naturaleza, es una cuestión de primer orden.
Como lo es también en las Healthy Smart Cities lo que llamamos urbanismo de elección, aquel que nos permite diseñar los espacios urbanos para inducir a la población a tomar aquellas decisiones que benefician a su salud. Podemos, por ejemplo, promover el ejercicio físico ensanchando las aceras y proponiendo zonas peatonales agradables y accesibles que nos inviten a andar y montar en bicicleta en vez de coger el vehículo; áreas de encuentro donde poder relacionarnos con otras personas al aire libre; edificios que nos propongan escaleras y rampas frente al ascensor; parkings para bicicletas y un largo etcétera. Son muchas las soluciones para diseñar y construir ciudades que además de ser respetuosas con el medio ambiente y eficientes, contribuyan a mejorar la salud de los ciudadanos y aumenten la calidad de vida en el entorno urbano.
No olvidemos que el sedentarismo es otra de las graves amenazas para la población. Aunque los médicos advierten sobre sus riesgos para la salud y recomiendan andar entre 30 y 40 minutos diarios, la realidad es que muchos ciudadanos pasan más de 6-8 horas al día, durante cinco días a la semana, frente a ordenadores y pantallas. En los adultos, un mayor sedentarismo eleva el riesgo de enfermedades cardiovasculares, cáncer y diabetes tipo 2. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), un estilo de vida más activo podría evitar hasta cinco millones de muertes al año en el mundo.
Andar. Esa es la solución. Pero las ciudades del siglo XX no se diseñaron para eso sino pensando en el tránsito de vehículos y mercancías. Los ciudadanos de las grandes urbes perdemos gran parte de nuestro tiempo en largos desplazamientos y esto causa frustración y estrés. Como dijo el sociólogo Richard Sennett, “la distancia se convirtió en un vicio cuando la densidad debiera haber sido una virtud”. Los problemas de movilidad han generado un profundo debate en las grandes ciudades.
Su crecimiento desordenado, sumado a la insalubridad de buena parte del parque edificatorio español, acrecienta la brecha social. Distintos estudios constatan cómo la esperanza de vida de los habitantes de distintos barrios de una misma ciudad, puede llegar a variar hasta 10 años.
Por tanto, es muy importante que abordemos el rediseño de las ciudades desde los planteamientos de la arquitectura saludable y la neuroarquitectura y desde el concepto de las Healthy Smart Cities. Es aquí donde profesionales, organizaciones y autoridades debemos abordar una nueva configuración de la ciudad, superando los tradicionales trazados urbanísticos y apostando por nuevos modelos, donde el individuo recupera el protagonismo que perdió en beneficio del automóvil. Se reducen así los niveles de contaminación atmosférica y acústica, los ciudadanos vuelven a ocupar la calle y el comercio local incrementa sus ventas.
El éxito de ese modelo de peatonalización en Europa llevó al policentrismo, promoviendo la creación de microcentros donde se recupera la vida de barrio en detrimento del centro único de la ciudad. Este es un arquetipo amable con las personas al que en los últimos años se han adherido ciudades como París, Londres, Copenhague, Berlín, o Valencia y Vitoria, en España.
Un caso de éxito de policentrismo es la “ciudad de los 15 minutos”, un concepto acuñado y desarrollado por el experto internacional Carlos Moreno, que propone la adaptación de los centros urbanos en base a la economía y la sostenibilidad. De esta forma, se diseña la ciudad para que sus habitantes puedan acceder a todos los servicios que necesitan en un radio de 15 minutos a pie o en bicicleta, sin necesidad de utilizar vehículos motorizados.
Pero hay que insistir en la necesidad de repensar las ciudades, más allá del aspecto tecnológico y energético. La gestión eficiente, sostenible y respetuosa con el medio ambiente es solo un primer escalón. Hay que pasar al siguiente nivel en el que se sitúa la salud y bienestar de las personas, la seguridad, la igualdad y la inclusión.
Debemos diseñar y construir los espacios que den respuesta a las necesidades de todos los individuos y colectivos de la sociedad, en las distintas etapas de la vida. El urbanismo y la arquitectura saludables pueden facilitar que hombres y mujeres conjuguen trabajo y vida familiar y personal, atrayendo a las grandes urbes el talento, sobre todo el digital, y la inversión.
Hay además que asumir el envejecimiento de la población, evitando la gentrificación e integrando a las distintas generaciones, elevando los niveles generales de salud y esperanza de vida y potenciando el progreso.
Esta es la propuesta de las Healthy Smart Cities, ciudades propicias para la innovación urbana con áreas locales atractivas, accesibles, seguras, inclusivas y saludables, que promueven la naturación de los espacios públicos, priorizan la calidad del aire y del agua y la ausencia de ruidos y se fundamentan en la colaboración ciudadana. Urbes con un nuevo marco regulatorio que limite la radiación electromagnética admisible y que mejore la ventilación de los edificios, construidos con materiales libres de tóxicos, su soleamiento, accesibilidad, aislamiento e iluminación. Todo estudiado y medido para que los ciudadanos puedan desarrollar una vida saludable plena.
Tenemos la responsabilidad colectiva de trazar una agenda común y alcanzar acuerdos para garantizar unos nuevos y ambiciosos mínimos de salubridad en edificios y ciudades. Es necesario prepararse para el futuro en materia de salud pública y desarrollo tecnológico.
En este contexto, la labor del Observatorio de Arquitectura Saludable que tengo el honor de presidir es fundamental. Además de ofrecer información científica y académica a la comunidad, divulgamos conocimientos sobre arquitectura y salud y recomendamos acciones relevantes a instituciones y autoridades. En nuestro manifiesto recordamos que la vida es un privilegio y que preservarla es un desafío. Sobre todo, en las ciudades modernas, cada vez más grandes y más hostiles con las personas.
Me gusta recordar que la arquitectura es la expresión de lo que queremos como sociedad. Nos permite preguntarnos sobre los espacios y las dinámicas que queremos que existan en ellos y, además, sobre la realidad que queremos configurar y que trasciende a las futuras generaciones.
La arquitectura ha sido desde los orígenes de la humanidad un instrumento para mejorar la vida y la salud de las personas, promoviendo su desarrollo y bienestar. Hoy sigue siendo la herramienta que nos permitirá convertir una ciudad enfermante, en un espacio colectivo cuidador y lleno de oportunidades.
En el libro “La ciudad en la historia”, el historiador urbano Lewis Mumford escribió que “quizás la mejor definición de la ciudad en sus aspectos más elevados es decir que es un lugar diseñado para ofrecer los espacios más amplios para promover conversaciones significativas”. Y esas conversaciones significativas solo son posibles si la ciudad es saludable. Porque es mucho más que una gran superficie densamente poblada. La ciudad es cultura, liderazgo, inclusión, diseño, creatividad y debe representar salud y bienestar para quienes la habitamos.
Con la arquitectura saludable estamos construyendo el futuro.
Artículo de Rita Gasalla publicado originalmente en la revista Ciudad Sostenible